«Bon Nadal»: un relato de Anabel Ares para El Café Diario
Por Mirtha Caré (eme.care@elcafediariook.com)
Edición: Florencia Romeo (florencia.romeo@elcafediariook.com)
El relato Bon Nadal, escrito por Anabel Ares, fue seleccionado como uno de los tres textos destacados en la primera convocatoria de relatos organizada por El Café Diario, evento que invitó a escritores de diversas latitudes a explorar su creatividad en torno a la temática de las celebraciones de fin de año.
Sobre la convocatoria
Bajo el título Convocatoria de autores – ECD, El Café Diario extendió su invitación a escritores y escritoras de todos los géneros literarios. Enfocados en relatos breves de ficción, la consigna proponía una exploración literaria en torno a las festividades de cierre de año, con absoluta libertad creativa.
El relato
Bon Nadal
Aquí el paisaje le gusta más de noche. Mira los árboles encendidos y las estrellas oscilando de una punta a otra sobre la calle estrecha. Cuando salió temprano se veía aún el artificio de los cables transparentes y de los alambres como enredaderas secas de los troncos. Con la oscuridad todo el artificio se oculta, dejando al descubierto la magia de una ciudad brillante.
En su tierra se consideraba, en cambio, un ser diurno. Nada como la imagen matutina de las vecinas sentadas en la vereda mientras intercambian mates a la par que chismes. Si bien no puede negar que el Barrio Gótico, su favorito por esos parajes, le ofrece cada tanto un aire de familiaridad, arraigado, tal vez, en la colección de jeans o sábanas blancas tendidas en las ventanas de los pequeños balcones.
Cuando iba a trabajar siempre procuraba pasar por esas calles, por más que lo desviara un poco de su destino, a fin de disfrutar de ese aire pueblerino que la ciudad también sabe albergar. Pero siempre que mira un poco más arriba se da cuenta de que la altura y terminación en punta de casas y edificios nada tienen que ver con la fisonomía de su hogar, cuya arquitectura sólo goza de formas geométricas cuadradas y rectangulares.
La conciencia de la distancia era mucho mayor cuando pasaba por alguna de sus enormes iglesias rematadas en filos que se clavan entre las nubes. La terminación recortada de su arquitectura en miles de firuletes y detalles le recordaba, sin embargo, las manos de su abuela, logrando un acabado perfecto de las flores en sus bordados.
Hoy le toca viajar en metro porque su bicicleta se había averiado. Se adentra en las profundidades de la tierra no sin antes echar un último vistazo a las luces sobre su cabeza. Una repentina oleada de calor lo llevan a quitarse de inmediato la campera y los guantes, aquellos que le regaló su padre ni bien llegó, asegurándole que el frío en el viejo continente sí era cosa seria.
Al subir se encuentra un par de asientos libres, así que se dedica a elegir cuidadosamente aquél que es de su preferencia. Escoge el que queda frente al letrero con las estaciones, pues si bien su bajada es la anteúltima y la merma de gente en los vagones le anuncia el inminente arribo, le da más seguridad comprobar cómo las lucecitas se van prendiendo a medida que el trayecto lo acerca a su casa. Le quedan quince paradas por delante. Lee en voz baja aquellos nombres que le parecen palabras cortadas antes de tiempo, como si algún vándalo hubiese arrebatado las letras finales y al cartel no le quedase otra que terminar en nombres terminados con «t», «s» o «g».
Ya se había habituado en parte a descifrar esas palabras que eran un poco parecidas a su idioma y otro tanto no, pero cuando llegó hace seis meses le parecía haber entrado en un mundo paralelo. Su padre no le había advertido que se hablaban otras lenguas en España. Llegó con la esperanza del reencuentro tras años de distancia. Le había prometido que en Barcelona conseguiría una mejor posición, que en unos meses ya podría alquilar un piso e incluso enviarle algo de dinero a su madre.
Entra una señora con dos enormes bolsas cargadas de regalos. Él se levanta para ayudarla porque pierde el equilibrio. Cuando ve su rostro se aparta, un poco asustada. Termina sentándose en la hilera de enfrente, en diagonal, y desde entonces no deja de mirarlo con suspicacia. Cada tanto revisa las bolsas asegurándose de que no le falta nada. Inhibido, regresa su mirada a las estaciones. Ya está cinco luces más cerca de su casa.
La palabra «casa» le empieza a rondar a partir de entonces. ¿Esa era su casa? En términos prácticos es donde vive desde hace un puñado de meses. Es una habitación al fondo de un pasillo que tiene su propio baño. Le corresponde la mitad del tercer estante de la heladera y el cuarto cajón de la cocina. Todo lo que le pertenece está asegurado por una llave, como si sus posesiones a partir de entonces estuviesen signadas por cerraduras que eventualmente se abren, pero que en su mayoría solo clausuran.
En el restaurant recibió una palmada en el hombro por parte del encargado, lo felicitó por quedarse hasta tarde ese día, le aseguró que había sido de gran ayuda. Iba a contestarle que no era molestia, no había más planes que los habituales para él esa noche, pero no dijo nada, quizás porque lo sintió como el gesto más afectuoso que recibió en el último tiempo.
El celular le vibra en el bolsillo. Se encuentra con la foto de su madre levantando una bandeja con un pollo adobado. Viste un delantal con muérdagos y un bonete rojo de Papá Noel; tiene las mejillas sonrojadas, seguramente por el calor del horno. Mira sus dedos enrojecidos y siente una comunión con ella, aunque en su caso se atribuya al frío.
Tan sólo tres lucecitas lo separan de su destino. El vagón se encuentra prácticamente vacío, pero la mujer de las bolsas continúa con la mirada fija sobre él. Se siente un poco intimidado y prefiere concentrarse en su calzado.
Recuerda el encuentro. Las promesas de su padre de trabajar como colegas en un restaurant exclusivo en la zona de Pedralbes. Su gesto de asentimiento frente a todo lo que su boca pronunciaba. Los primeros días donde ambos comenzaron a trabajar juntos, pero en el barrio de Gracia. Su padre como mozo y él como lavacopas y descargador de mercadería. La alegría de jornadas colmadas de cansancio, pero de habitación compartida, donde sentía que algo de los cuentos escatimados en la infancia le eran entonces regresados a través de anécdotas de su padre en la gran ciudad.
Una estación hasta su destino –ahora que lo medita lo considera más apropiado que llamarlo «casa» –. La señora de los regalos se levanta y balancea sus bolsas y su cuerpo en ambas direcciones. Él permanece estático para no despertar sospechas. Una vez que retoma el movimiento mira de izquierda a derecha. Comprueba que sólo queda él en las entrañas del vagón.
Un cartel luminoso colocado por encima de las paradas anuncia en letras rojas «Bon Nadal». En simultáneo, recibe un mensaje de su padre que dice “Frohe Weihnachten”. Ya son las doce en España y Alemania, aquella tierra donde aquél fue a buscar una nueva oportunidad que lo alejaba una vez más de sí.
Piensa en la palabra «Nadal» y le resulta imposible asociarla a los fuegos artificiales que tiraba con sus amigos, las mesas pobladas de vitel toné y ensalada rusa, los chistes de sus primos y la cuenta regresiva antes del brindis.
Se levanta y sale del tren con la mochila al hombro. Antes de volver a la superficie le contesta «Feliz navidad» a su padre, porque es como aprendió a decirlo de niño, entre medio de luces menos majestuosas que las que poblaban aquellas calles de las que ahora era testigo, aunque más cálidas, siempre más cálidas.
Acerca de la autora
Anabel Ares es autora, actriz y directora, además de Licenciada y profesora en
Filosofía. Su escritura explora los géneros teatrales y narrativos, en los cuales obtuvo diferentes reconocimientos, tanto nacionales como internacionales. Resultado de los mismos, varios de sus cuentos y obras fueron publicadas en antologías y/o representadas. En 2023 publicó su libro de dramaturgia Yo no elegí este juego, editado por Pierre Turcotte; y a fines de 2024 Editorial Diotima publicó su novela La domesticación de las plagas.
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