«El último abrazo»: un relato de Gabriel H. Micchielli
Por Mirtha Caré (eme.care@elcafediariook.com)
Edición: Florencia Romeo (florencia.romeo@elcafediariook.com)
El relato El último abrazo, escrito por Gabriel Horacio Micchielli, fue seleccionado como uno de los tres textos destacados en la primera convocatoria de relatos organizada por El Café Diario.
Sobre la convocatoria
Bajo el título Convocatoria de autores – ECD, El Café Diario extendió su invitación a escritores y escritoras de todos los géneros literarios. Enfocados en relatos breves de ficción, la consigna proponía una exploración literaria en torno a las festividades de cierre de año, con absoluta libertad creativa.
El relato
El último abrazo
Es de día, creo. Estamos en el quincho, el de la terraza de aquel 31. No parece soleado, no estoy seguro. Un toque de irrealidad envuelve la escena, me extasía su nitidez.
El año 2007 había sido muy frío. El 9 de Julio nevó en CABA. Bueno, nevó, lo que se dice nevar suena algo exagerado, pero dio para hacer algunos muñecos con todas las de la ley.
Recuerdo también jornadas interminables de trabajo agotador. Meses atrás me había separado de una sociedad que venía trayéndome muchos dolores de cabeza. Planteado en una cena familiar, Lara me preguntó: «¿Y ahora quién nos va a mantener?».
El nuevo y solitario emprendimiento se iba encaminando y era un demandante voraz de energía. Los 50 me recibían con promesas de cambios en diversos frentes. Lara cumpliría sus 15 en octubre, la organización ya era un festejo adelantado.
El año 2007 venía movido, intenso. En mayo acompañé al viejo a realizarse un estudio, una videocolonoscopía.
No pudimos continuar, tuvimos que parar antes, me dijo el médico. No entendí el mensaje verbal, sí el gestual, lo que nos aguardaba era fulero. La consulta con la oncóloga lo confirmó y no dio lugar a dudas: «Tiene para unos meses, no obstante, vamos a realizarle quimio. Va a repuntar, se va a sentir mejor«.
Y ese 2007 se hizo más intenso aún. Muchas y largas sesiones de quimio, cuando los análisis previos así lo permitían. Paradójicamente conservo un recuerdo dulce de esas tardes: horas compartidas, sosteniendo, charlando de bueyes perdidos, mirando algún programa deportivo. Era un paréntesis en medio del torbellino de actividad diaria, el mundo se detenía y no había más.
«¿No intentaron con homeopatía?«. «A un amigo de mi suegro le hizo muy bien tomar medio litro de agua con limón en ayunas«. «Vamos a organizar una cadena de oraciones, un tío de mi mamá mejoró mucho«.
Recetas mágicas, pócimas de todo tipo, milagrerías varias proliferaron por esos días. Mi espíritu, reacio a esas alternativas, apegado a la mirada científica dejaba hacer, total…
Lentamente comenzó a evidenciarse una mejoría, estaba más animado, comía mejor, la cara retomaba su forma de luna llena, el semblante desmentía el sombrío pronóstico. Los nubarrones que pendían sobre octubre se fueron despejando. El viejo estaba de vuelta, cinco meses de terror que llegaban a su fin.
«¿Viste? Yo te decía. Los médicos muchas veces se equivocan. ¡Pero cómo te va a decir que tiene para cinco meses!«.
El cumple estuvo magnífico, disfrutamos con pasión, la angustia contenida estalló en luces, baile, un frenesí arrebatado. Lara cumplió un sueño. El viejo lucía fantástico.
Estábamos dejando atrás el 2007, año intenso. La noche del 31 de diciembre era serena, el tiempo inmejorable. Cenábamos en la terraza de casa. Éramos un montón: familia de acá y de allá, amigos, mi vieja y mi viejo.
Belu, la sobrina de Claudia sacaba fotos, su hobby. Conservo una que muestra a los viejos comiendo, sonrientes.
La velada transcurría en calma, el ambiente familiar, alegre. Comida y bebida abundaban, chistes, bromas, y la expectativa de un año mejor, de seguir saliendo del infierno.
Unos pocos minutos antes de las doce, Clau se levantó como si la llevase el diablo a buscar copas para el brindis. En su ímpetu se llevó puesta la claraboya del baño haciéndose un corte en el pie.
Agua, gasas, alcohol, pie arriba, nada detenía el sangrado. Yo resistía lo inevitable, ir a una guardia… un 31 de diciembre. Finalmente nos encaminamos al Zubizarreta. Marcelo nos acompañó en su auto, el viaje fue rapidísimo, pero tuvimos que esperar el festejo de los médicos. Mientras tanto disfrutamos la algarabía de grupos de jóvenes en la plaza Devoto.
Cuando regresamos el brindis era un lejano recuerdo, habíamos comenzado el año con el pie izquierdo.
Me sentía contrariado, molesto, me faltaba algo, algo que se había constituido en un rito indispensable. No recuerdo cuándo, cómo, porqué, el saludo de despedida de año con el viejo se había convertido en ese abrazo dilatado, potente, muy sentido. ¡Nos transmitíamos tanto sin necesidad de palabras!
El caso es que ese fin de año no hubo abrazo, faltó esa comunión silenciosa cargada de emoción, el ritual sostenido en el tiempo fue interrumpido por un pie inquieto. Los brazos se quedaron sin espaldas que palmear, las espaldas ya no oficiaron de tambores batientes, un silencio oscuro ocupó ese espacio, no atinaba a comprender cómo ocurrió ni por qué.
Enero, contra los mejores deseos de mejoría y confirmando el pronóstico con exactitud se llevó al viejo, que se fue apagando muy despacito, en su casa, en su cama.
Ahora, creo, ahí está el viejo, igualito, en la terraza: su cara redonda, la nariz chata, los hombros anchos. Imagino su voz cavernosa, lenta. Me extiende sus brazos, me acaricia su calor. Sus manazas sacuden mi espalda, me cuentan una historia.
¡Nos estamos abrazando y soy feliz! No hay palabras. A veces son innecesarias.
Acerca del autor
Gabriel Horacio Micchielli (mayo de 1956, Villa Santa Rita, CABA). Exmúsico y psicólogo social. Estudió música en el Conservatorio Superior de Música Manuel de Falla y Psicología social en el Instituto de Ciencias de la Información. Actualmente es aprendiz de escritor y participa en el taller literario Letras sin Fronteras, en el espacio cultural de memoria Ex Olimpo.





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