Ricardo III: crónica de un escenario que respira
Por Lola López (lola.lopez@elcafediariook.com)
Edición: Florencia Romeo (florencia.romeo@elcafediariook.com)
Es la noche del estreno. Hay expectativa, hay fotógrafos y nombres/caras que reconozco de lejos (actores, directores, críticos) que no acierto a nombrar pero que están, sonríen, se sacan fotos y conversan.
A mí me tocó estar al lado del actor y director Peto Menahem y fue gracioso porque estaba distraída mirando las luces y el escenario y de golpe ¡pum! se sienta a mi lado y mi cerebro empezó a buscar, desesperado, un nombre para ese rostro. Por suerte lo encontró. Hola qué tal, mucho gusto. Peto y yo somos dos butacas individuales en un mar de espectadores que llegan de a dos.
Estamos por ver La verdadera historia de Ricardo III, de William Shakespeare, en la sala Martín Coronado del Teatro San Martín. Aparece un presentador (amo los presentadores) que habla en un inglés perfectamente british y ya vamos entrando en clima. A sus espaldas hay una persiana corrediza de metal.
Se apagan las luces y asisto fascinada a un espacio que se vuelve protagonista, a un escenario que se multiplica a lo ancho (podría llegar hasta la calle Sarmiento, exagero) y a lo alto, como si tuviera capas que suben y suben, capas de sentido dinámicas y envolventes que nos sobrevuelan.
Nada está puesto porque sí. Cada cuerpo ocupa un lugar que narra, cada desplazamiento altera el mapa, el fondo importa tanto como el frente. Desde la emoción me viene a la mente un cuadro de Caravaggio, pero la razón lo desplaza y me dice: «Es como El Bosco» y tiene razón. Son como diez actores y actrices en escena que hacen cosas todo el tiempo en diferentes planos.

Comunicación no verbal
Esta es una obra donde la proxémica se vuelve narración: más acá pasan cosas, claro, pero más allá también. Allá atrás, en esa parte del escenario que suele estar todo negro, allá justamente es donde también pasan cosas, entonces uno como espectador puede ir saltando de lugar en lugar, de sentido en sentido y elegir dónde quedarse.
Es ahí donde uno recuerda que el teatro es, ante todo, una relación entre cuerpos en el espacio. Que no todo sucede en la palabra, aunque esta sea shakespeariana, poderosa y esté hermosamente puesta en momentos y vestuarios que también hermosamente desacralizan la solemnidad de esta obra.
Es que la palabra es tan poderosa e imprescindible que cuando no está permanece flotando en el aire, y el sentido se densifica. Este Ricardo III de Calixto Bieito es brillante. Es una obra desarmada con la osadía de un surfista extremo y la precisión de un botánico que manipula polen.
Furriel y los monstruos que nos habitan
No hay maquillaje grotesco ni joroba sobreactuada. No hace falta. Y no hace falta por dos motivos: todo sabemos que Ricardo tenía ¿deformidades? visibles y porque Joaquín Furriel nos funciona como espejo. El monstruo está en la mirada, en la lengua, en el placer de hacer daño para sentirse bien o simplemente para sentir la propia existencia. Ricardo III se siente incómodo en tiempos de paz, anhela la guerra, el dolor, lo malvado. ¿Acaso no nos resulta familiar ese sentimiento? En mayor o menor medida todos tenemos un Ricardo/Mr. Hyde que nos acecha.
En un momento de la obra Furriel come torta. Sí, una torta común, de panadería. No gourmet. Una torta clasiquísima como el mismo Shakespeare: con piquitos de crema y una frutilla arriba de cada copito. Una torta que, según las reglas sociales, se come con cucharita. Pues Furriel la come a manotazos. Y come de verdad, quiero decir que come comiendo. No actúa de comer. Furriel come y esos tarascones se tornan hipnóticos. Come y come, me pregunto si no le hará mal al estómago. No sé por qué pero no puedo dejar de mirarlo. Hay tanta carnalidad en esa torta común y corriente que, en el escenario, se torna arte.
Un Shakespeare urgente
Lo vanguardista, para ser tal, necesita de un anclaje que recuerde aquello que está cuestionando o interpretando libremente. La obra termina con la famosa frase de «Mi reino por un caballo» y es la frutilla de la torta de la cual a esta altura no ha quedado nada.
Cuando termina la función, el aplauso es sostenido y alentador. Fueron 110 minutos que pasaron con naturalidad. Sólo una vez tuve ganas de mirar el celular, pero fue algo fugaz, mecánico; ni siquiera atiné a manotear la cartera. Y la verdad es que hoy esto es mucho decir: casi dos horas sin mirar la pantalla y, sobre todo, sin extrañarla. En estas épocas de redes adictivas, sin dudas este es un gran y silencioso homenaje a Ricardo III.
LA VERDADERA HISTORIA DE RICARDO III
Teatro San Martín, Sala Martín Coronado
Av. Corrientes 1530, CABA.
Miércoles a sábados a las 20 horas. Domingos, 19 horas.
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